
El Mundial ha sido un desengaño que mete mano en nuestros cerebros y arroja a la basura sus ideas preconcebidas.
Creímos que Alemania sería un acorazado de inviolable blindaje y fue un flan. Imaginamos a Argentina como una orquesta dirigida por el violín Stradivarius de Messi y fue un horrible amasijo de instrumentos desafinados. Pensamos a Brasil como una cofradía de hechiceros a la que sería imposible robar la pelota, y fue un pelotón de soldados rasos. ¿Qué nos quedará de este Brasil cuando Rusia 2018 sean solo recuerdos difusos? Neymar llorando en una fuente porque un niño de piedra le orina. Neymar rodando en carreteras y obligando a los autos a eludirlo. Neymar, bebé gritón y caprichoso, jugando futbol en una cancha rusa dentro de una andadera. Qué duro llegar al máximo evento planetario como un astro radiante que atrae todas las luces y miradas e irte vuelto meme.
El equipo que se vendió como uno de los mejores Brasil de la historia se va prodigando mezquindad: regaló migajas.
Nos queda Bélgica, afortunados nosotros. Con ellos confirmamos que hay lugares comunes verdaderos: en el futbol global las fronteras del estilo se mezclan. Falacia aquello de la frialdad, el rígido método y la fuerza europea. Bélgica es parecida al Brasil que fantasearon nuestras mentes. Los Diablos Rojos son elásticos, divertidos, de pies ligeros, emotivos, plásticos. Van de área a área con la ligereza de chavitos en un parque, y cuando hay que ponerse serios y revertir lo imposible, siempre pueden. Vencen a Inglaterra, el inventor del futbol. Dan vuelta un 2-0 contra Japón sacando rédito de la jugada final para evitar la prórroga. Y ayer ganaron al pentacampeón dándose el lujo de lanzar a tres en punta (Lukaku, De Bruyne y Hazard), y con el plus del circense show acrobático de Courtois.
Tímido y hermoso rinconcito del mundo, Bélgica es una fiesta universal.
FRANCIA, EL CALEIDOSCOPIO
Antes de enfrentar a Uruguay, Francia fue un cuerpo de infantería que ejercía una lucha desgastante de pasos cortitos, cuerpo a cuerpo, pero cuando se le daba la gana soltaba desde el fondo misiles teledirigidos con destino a Mbappé: así ahorraba tiempo, esfuerzo, y en tres o cuatro toques incrustaba la bola en la red enemiga.
Pero ayer, a Francia no la dejaban porque los celestes, compactos y agazapados atrás, solían reducir la cancha al tamaño del área.
Es decir, como el rival estaba apenas un paso adelante, sus misiles no tenían espacio libre para volar. ¿Ante eso, qué hizo Francia? En vez de paralizarse o perder la moral porque le mutilaban su identidad, jugó a ser distinta de lo que es: en un tiro libre, Griezmann hizo como que golpeaba la bola pero se frenó. Dejó el botín a centímetros del vinil y en ese engaño la defensa charrúa se movió y perdió las marcas.
Con la bola aún estática sobre el césped, Varane corrió desde fuera del área, se quitó a un defensa con un empujoncito, avanzó con el acelerador a fondo, se quebró a la derecha, y cuando Griezmann ahora sí impactó la pelota, dio un salto leve, la peinó y marcó.
Con una travesura de niños avispados, Francia hizo un gol ajeno a su repertorio; volvió impredecible algo simple como un tiro libre para sacarse de encima el complejo de no ser ella misma.
Creímos que desde entonces veríamos un partido épico, pero no. Los europeos administraron esfuerzos, robaron con Kanté cantidades exorbitantes de balones y si aún latía la posibilidad del empate, un error del arquero Muslera en un tiro rutinario aseguró la victoria.
Moraleja: la magia de Francia no radica sólo en sus misiles teledirigidos, sino a veces en su sagacidad para sacar beneficios desde la paciencia, o en tiros libres que son una travesura infantil.
Francia, el caleidoscopio.